
Ozzy Osbourne: La voz que hizo música con el miedo
23 Oct 2025
Lectura de 9 min.
Por Javi Félez
El 22 de julio de 2025 se cerró una de las páginas más turbulentas, polémicas y fascinantes de la historia del rock: John Michael “Ozzy” Osbourne, la voz inconfundible de Black Sabbath y artífice de una de las carreras solistas más icónicas y extravagantes del heavy metal, moría a los 76 años de edad. Su fallecimiento no es solo la noticia de un hombre que sucumbe, como todos, al inexorable paso del tiempo (y los excesos de toda índole), sino también el ocaso de un mito que encarnó, con la fuerza de un arquetipo, la íntima relación entre la música rock y metal, el cine de terror y la fascinación humana frente a lo oscuro, sobrenatural y desconocido.
Ozzy Osbourne no fue únicamente un intérprete de canciones al uso: fue un médium, un portavoz que durante más de medio siglo convirtió la angustia, la superstición y el miedo en materia estética. Allí donde otros veían únicamente un mero espectáculo provocador, él supo reconocer un espejo de lo humano, una forma de transgredir las convenciones y de invitar al público a confrontar aquello que habitualmente se relega a la penumbra. Su inconfundible voz, nasal y plana, aderezaba sus plegarias sonoras cual bufón que narra las desgracias ajenas con cierto tono de sorna y sarcasmo.
Génesis de una oscuridad
Nacido en Birmingham, en el corazón industrial de Inglaterra, Ozzy Osbourne emergió en un paisaje urbano sombrío repleto de fábricas, humo y precariedad, que no podía sino alimentar una sensibilidad oscura que incidiera en los aspectos negativos de la vida. Cuando en 1968 se reunió con Tony Iommi, Geezer Butler y Bill Ward para formar Black Sabbath, lo que surgió no fue solo una banda: fue el acta de nacimiento de una sensibilidad estética nueva, un género musical que —a diferencia del rock optimista, un tanto banal y lisérgico de la época— se atrevía a mirar de frente a la muerte, la guerra y lo maldito.
El nombre mismo de la banda, Black Sabbath, fue un gesto de declaración poética. No solo remitía a la película homónima de Mario Bava, estrenada en 1963, sino que abrazaba el poder sugestivo de la imaginería fílmica. La influencia del cine de terror se infiltraba ya desde la raíz: la primera canción de su primer disco, Black Sabbath, comienza con campanas lúgubres y un riff en tritono —el célebre “intervalo del diablo”— para narrar la aparición de una figura siniestra en la penumbra. Era música que sonaba como un conjuro, como una pesadilla sonora. Era 1970 y el Heavy Metal acaba de nacer con un ADN bien simple de 3 notas.
En discos posteriores, Sabbath expandió ese imaginario: Children of the Grave ofrecía visiones de apocalipsis y resurrección espectral como parábola antibélica; Master of Reality jugaba con las nociones de lo invisible y lo absoluto; Sabbath Bloody Sabbath se adentraba en laberintos de pesadilla… Todo ello dialogaba de forma subterránea con el cine de horror de su tiempo como la fascinación por lo satánico tras el estreno de El Exorcista en 1973 o la imaginería gótica de la Hammer sin ir más lejos.
Black Sabbath, con Ozzy al mando, no era mero entretenimiento: era, como el buen horror, una confrontación directa con las ansiedades colectivas de la modernidad de la época.
Monstruos y metamorfosis
Cuando Ozzy fue expulsado de Black Sabbath a finales de los setenta, muchos lo dieron por acabado. De hecho, lo estaba. Sin embargo, lo que siguió fue la reconstrucción de un mito aún más potente. Su carrera solista no abandonaba el tono sombrío, sino que lo intensificaba y lo teatralizaba conviriténdolo en espectáculo de masas.
Canciones como Mr. Crowley, inspirada en el célebre ocultista Aleister Crowley, no solo coqueteaban con lo esotérico, sino que lo convertían en materia de culto rockero incluso para los profanos en la materia. Bark at the Moon, con su videoclip de hombre lobo y laboratorio de tintes góticos, parecía una pieza sacada de la Universal de los años treinta, una parábola de locura y transformación monstruosa. Incluso títulos como Diary of a Madman parecían sacados de una biblioteca de clásicos del terror añejo.
Pero lo decisivo fue que Ozzy no se limitó a cantar sobre horrores ficticios: él mismo se convirtió en criatura monstruosa, en leyenda ambulante. La anécdota de 1982 —cuando arrancó de un mordisco la cabeza de un murciélago lanzado al escenario— se grabó en el imaginario colectivo como un acto entre lo grotesco y lo sacramental, una performance involuntaria que hizo de él una figura liminal, a medio camino entre el bufón satánico y el sacerdote del exceso y la depravación.
Su música era un relato continuo de metamorfosis: hombres que devienen bestias, héroes que caen en la locura, adicciones que arrastran al abismo, pesadillas que atormentan en la oscuridad de la noche… La teatralidad y gesticulación, el maquillaje, los aullidos y las puestas en escena, eran prolongaciones de la tradición del cine de horror: un carnaval de lo ominoso donde el público, al mismo tiempo, temía y celebraba en comunión.
Ozzy coquetea con la pantalla
El vínculo de Osbourne con el séptimo arte no se redujo a inspiraciones. Fue espectador apasionado y actor ocasional, cómplice consciente de su propio mito. Él mismo reconocía que El Exorcista lo marcó de manera indeleble: aquella visión de la posesión demoníaca lo impulsó, junto a sus compañeros de Sabbath, a escribir música que pareciera más aterradora que cualquier película. En esas palabras reside la comprensión de que el terror no es solo argumento, sino atmósfera, insinuación, vibración, textura sonora.
Su cameo en Trick or Treat a mediados de los ochenta, interpretando a un predicador televisivo que denunciaba al metal como “música satánica”, fue un acto de ironía a modo de autorreferencia: Ozzy se disfrazaba de sus propios detractores, convirtiéndose en espejo grotesco de la moral puritana que lo perseguiría principalmente durante las décadas de los setenta y ochenta y que se suavizaría -eso sí- posteriormente.
Asimismo, sus videoclips más célebres —en particular Bark at the Moon— se inscriben como auténticos cortometrajes de horror, con transformaciones, sanatorios, tumbas y criaturas. Eran homenajes implícitos a la tradición cinematográfica que lo había nutrido, pero también eran, a su modo, una pedagogía: introducían a nuevas generaciones en el imaginario del terror clásico.
Sus canciones, cargadas de atmósferas sombrías, se han convertido en recurso habitual del cine y la televisión. Temas como Iron Man o Paranoid han acompañado secuencias de acción y horror, dotándolas de un tono apocalíptico inmediato muy efectivo. Series recientes como Stranger Things de Netflix han reciclado esa iconografía: adolescentes con walkmans y cassettes de Sabbath, paredes cubiertas de pósters y riffs que invocan, en clave nostálgica, la estética de lo siniestro.
El propio lenguaje del terror contemporáneo reproduce la lección fundamental que él ayudó a establecer: el sonido puede aterrorizar tanto como la imagen. Los riffs graves y repetitivos son equivalentes musicales de los planos largos o las sombras inquietantes. En paralelo, la figura de Ozzy, con su mirada desorbitada y su aura entre grotesca y solemne, se ha incrustado en la cultura visual: es tan reconocible como un vampiro clásico o un hombre lobo cinematográfico. Con o sin música de fondo, su imagen habita ya el panteón audiovisual de lo siniestro.
Satanic Panic y Ozzy como chivo expiatorio
En los años ochenta, mientras el heavy metal conquistaba estadios y el pop brillaba en televisores de neón, surgía un fenómeno social cargado de miedo: el popularmente denominado Pánico Satánico. Telepredicadores, asociaciones de padres y políticos (recuerden el célebre e involuntariamente cómico PMRC) encontraron en las letras oscuras y en la estética del metal la prueba de un supuesto complot demoníaco que seducía a los jóvenes. Entre todos los acusados, el rostro de Ozzy Osbourne se convertía en el blanco predilecto. Su voz espectral, sus gestos desmesurados y sus excesos públicos parecían confirmar el papel de villano que la sociedad buscaba señalar para camuflar sus miserias.
El clímax llegó en 1986, cuando una familia lleva a Ozzy a juicio tras el suicidio de un adolescente, alegando que la canción Suicide Solution era una invitación directa a la muerte. El tribunal desestimó el caso —la letra en realidad aludía a los estragos del alcohol—, pero la imagen de Ozzy como corruptor de almas quedó grabada para siempre. Como las películas de terror que durante décadas fueron acusadas de pervertir a la audiencia, Osbourne encarnaba la figura incómoda que sirve de espejo a los miedos colectivos. Así, más que un músico, devino chivo expiatorio: el monstruo cultural necesario para que la sociedad pueda señalar lo prohibido… (y a la vez consumirlo con fascinación).
Ozzy, mito autobiográfico: del reality familiar al arquetipo trágico
A comienzos de los 2000, un nuevo escenario reveló otra cara de Osbourne: la televisión. El reality The Osbournes, emitido por MTV, mostraba al músico en su vida doméstica, lejos del akelarre infernal de sus conciertos. Allí aparecía un Ozzy frágil, a veces cómico, confundido en su cocina o balbuceando frases incoherentes. Para algunos, la serie desmontaba su mito; en realidad, lo ampliaba.
Ese retrato doméstico lo vinculaba con los monstruos trágicos del cine de horror: el vampiro que envejece, el Frankenstein que sufre rechazo o el hombre lobo cansado de su condena. El público lo vio no solo como estrella venida a menos, sino como figura vulnerable, acosada por todo tipo de adicciones y la siempre presente enfermedad propia de alguien entrado en edad y con una mochila de vicios y autodestrucción enorme. La paradoja fue clara: cuanto más humano se mostraba, más mítica se volvía su imagen. En el plató de su casa tanto como en los escenarios, Ozzy representaba la eterna dualidad del horror: lo que aterra, pero también lo que despierta compasión. Un monstruo entrañable, a la par que condenado y por siempre eterno.
La muerte como epitafio y capítulo final
El anuncio de su muerte en julio de 2025, apenas semanas después de haber ofrecido su último concierto con Black Sabbath en Birmingham, tuvo tintes de cierre literario. Como si el destino hubiera querido que la última nota resonara allí mismo donde todo había comenzado, en la ciudad gris de su infancia, en la cuna del heavy metal. La prensa lo recordaría con los títulos que lo acompañaron durante décadas: “Prince of Darkness”, “Padrino del Heavy Metal”. Pero lo decisivo no es el apelativo, sino lo que encarna: la confirmación de que Ozzy Osbourne trascendió el plano del músico para convertirse en un símbolo cultural capaz de interpelar a gente de diferentes edades, extractos sociales y bagaje musical.
Su muerte no apaga su voz: como ocurre con las grandes figuras del horror cinematográfico —Drácula, Frankenstein, el Hombre Lobo—, Ozzy seguirá regresando una y otra vez, invocado por sus canciones, por los riffs inmortales de Sabbath, por los aullidos de Bark at the Moon o por el murmullo inquietante de Mr. Crowley.
Epílogo: Ozzy eterno
¿Por qué Ozzy sedujo a millones?, ¿Por qué el terror fue la clave de su estética? La respuesta muy probablemente resida en la condición humana. El horror, tanto en el cine como en la música, ofrece un espacio ritual para enfrentar lo reprimido: la certeza de la muerte que siempre acecha, el miedo a la enfermedad, la locura o la fragilidad del cuerpo. Allí donde la sociedad oculta, Ozzy exponía. Allí donde el mundo busca tranquilizar, él invocaba tormenta. Como en las películas que lo inspiraron, su música funcionaba como espejo y catarsis. Los monstruos eran metáforas: el hombre lobo era la adicción, el demonio era la culpa y el exorcismo era la lucha interna contra uno mismo. Sus conciertos, como las sesiones de cine de terror, eran comuniones colectivas de miedo y liberación.
Ahora que su voz ha callado, resta su eco. Y ese eco seguirá latiendo en los riffs monolíticos de Sabbath, en las bandas que los veneran o en los jóvenes que descubren su figura como quien se topa con un personaje literario clásico sobre el que toca indagar y empaparse. Ozzy Osbourne fue, y seguirá siendo, un mito del horror en carne y hueso. Como los vampiros de las viejas cintas de la Hammer, se ha hundido en la tumba solo para resurgir en la memoria. Porque el arte que se atreve a mirar lo oscuro nunca muere: se transforma, como todo monstruo, en una presencia eterna.
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